Ha llegado el tan esperado día. Esteban Michelena salta a la cancha vistiendo la blusa de TERADEPORTES. Como lo hace todo crack; en este caso de la literatura y de las letras, sus primeras palabras son para recordar y agradecerle a la vida por sus orígenes, por el lugar y la gente de dónde viene.
Por esta razón, Esteban ha decidido regalarnos una serie de gambetas, historias y relatos de cómo se forma la personalidad, el ego y el carácter, del ecuatoriano arrecho criado en las gradas de las generales. Para este grande de la literatura del Ecuador, ecuatoriano que se respeta, ha pasado por la Universidad de la Vida, y seguramente de esta gran carrera, muchos semestres transcurren en las gradas de los estadios.
Esa característica propia y única que tenemos en común todos los ecuatorianos; que amamos a nuestros equipos y a la Tri por sobre todas las cosas, ha inspirado a Esteban Michelena a hacernos esta primera entrega, de una serie de cuentos sobre como transcurren nuestros años como hinchas en los graderíos.
Historias de Graderío
(I)
Jamás partió de mi memoria ese domingo de marzo de 1.972. Fue una mañana fría. El Atahualpa repleto hasta la bandera, literalmente. Jugaban América de Quito y Barcelona de Guayaquil, por Copa Libertadores. Con mi viejo y mi tío Carlos, llegamos temprano al hogar futbolero: grada 30, más o menos, de nuestra General Sur.
En la radio, los comentaristas hablaban de las estrellas del partido: Perico León, Chanfle Muñoz, Víctor Peláez, entre los toreros. Y del indestructible Patricio Echeverría, el Negro Marín, Migdonio Aguirre, Atahulfo Valencia, el Flaco Fernández, en las líneas y memoria cebollitas.
Se jugaba a las once, recuerdo. Pero sentados en las gradas ya estábamos tipo nueve. Los barcelonistas, que viajaban toda la noche -cuando desde el puerto a Quito se hacían como diez horas- llegaban amanecidos, en no más de dos buses. Y se acomodaban en las gradas inferiores de la general, arrinconados hacia las mallas de la tribuna.
El ingreso de los hinchas barcelonistas –que lo hacían alentando a su equipo, envueltos en colchas y con pasamontañas aurinegros- desataba pifias y los primeros insultos matinales. Pero Barcelona –con el memorable Cepillo Peláez a la cabeza- saltaba a la cancha y ahí sí se caía el cielo, a purita puteada que bajaba graderío abajo, igual que los naranjazos y una que otra papa que -de las que con cuero y un ají incendiario vendían las otavaleñas- iban a dar a la barra torera.
Los jugadores barcelonistas salían del camerino sur. Camino a su bancada, lo hacían despacito, pisando huevos; pálidos y cagados del frío, con la chompa del calentador cerrada al cuello, frotándose las manos. Ante el coraje y la garra de los del América, Barcelona ostentaba un pasado glorioso: solo un año antes habían vencido a Estudiantes de la Plata, a domicilio, nada menos.
Ese partido, recuerdo, era ya lo que ahora se llama de alto riesgo: una fila de militares se ubicaba en la parte superior de la general. Y sí, imponían el orden. Es que lo vi con mis propios ojos. Al entretiempo, tío Carlos, mi viejo y yo bajamos al baño. En medio del tumulto, un porteño decidió no llegar al urinario: el pana se puso a mear en las gradas. Tío Carlos se encargó de corregirlo, gritándole que se vaya a mear al río y en medio de la carcajada general.
Pero el hincha amarillo reaccionó, mentándole a la madre. El gentío era asfixiante. Igual –al llegar al acceso a los baños- mi tío y el otro se desafiaron, cara a cara. Que mono tal, que paisano de mierda. Se armó. A pesar del tumulto –y con la gestión de los infaltables comedidos- se abrió el espacio suficiente para que los encontrados resolvieran diferencias como varones. Lo hicieron. Tío Carlos se deshizo de su chompa y encargó el reloj a mi padre.
-A ver, mejor pides disculpas, hijo de puta- le pidió, cara a cara. -Aquí nadie se mete- gritó.
El hincha amarillo replicó con otra mentada de madre y arrancó con una nueva metralla de insultos, que no terminó de pronunciar: el primer derechazo del tío, lo estampó contra las jabas de cervezas, apiladas contra la pared. Mal herido en su honor y en su condición de hincha del América, tío Carlos se abalanzó contra el visitante, que recibió una andanada de puñetes.
El griterío delirante y los empujones empezaron a quitarme oxígeno. Yo tendría unos ocho años. Y estaba aterrado. De pronto, irrumpieron los militares, que a culatazo limpio se llegaron al lugar y separaron a los contendores. Y, cosa de locos: les exigieron que terminen el pleito, dándose una mano, “como la gente y buenos ecuatorianos”.
Los puñeteros no querían, por nada del mundo, cometer semejante gesto. Pero el vozarrón del militar fue claro: o se dan la mano o nos los llevamos presos. De mala gana y a regañadientes, mi tío extendió su diestra demoledora. El barcelonista, aún mareado por la zurra, demoró unos instantes en hacer lo propio. Y hasta ahí llegó la bronca: cada quien a su puesto.
De regreso a las gradas –cada uno acompañado por un militar- el tío comentó el incidente entre los vecinos de puesto. El partido terminó empatado. Décadas más tarde, siempre recuerdo este episodio: tío Carlos, un bonachón generoso que invitaba cerveza a todo el mundo, había reaccionado con furia incontenible.
Yo siempre pensé que los estadios alteran a la gente. Años, muchos años más tarde, en una Navidad, le cité la anécdota al tío, que argumentó sus razones: la ciudad de uno, el estadio de uno, los parques de uno, son como la casa. Y junto al equipo de uno, se merecen respeto. “Pero a veces, hijo, toca ayudar a que eso ocurra”.
Esteban Michelena